viernes, 31 de julio de 2009

Capítulo 3:

La luna asomaba por las ventanas del número 157 de la calle Fleet. Londres recibía al año 1930 cubierto de nieve y en medio del frío que los terribles vientos del sur habían arrastrado.
Desde el norte, una pequeña figura volaba hacia la casa. Se trataba de una lechuza marrón, con las plumas de las alas veteadas en negro, lo que le confería un aspecto sucio; su pico se cerraba como tenaza sobre una carta.
Alucard abrió la ventana para hacerla pasar, al tiempo que Blodwyn, escaleras arriba, recién despertado. Ya era costumbre para él dormir de día y estudiar de noche, pues se ajustaba al horario vampírico de su padre, que no podía exponerse al sol como cualquier muggle.
El pergamino crujió al ser desdoblado por las impacientes manos de Alucard, quien quedó estupefacto ante el contenido de la carta:

Sr. Alucard Caelicus Lestrange:
Mi querido amigo, tengo la desagradable tarea de anunciarte la terrible muerte de mi hija, tu ex esposa, Agnes Lioncurt. Cygnus Black (sí, Alucard, para variar, otro Black) la asesinó en la última batalla que se libró contra Grindelwald.
En el probable caso de que decidas vengar su muerte, debo pedirte un favor: no dejes solo al niño. No está en mí poder decidir si es oportuno que Blodwyn reciba la noticia, pero si decides partir en busca de sangre Black, puedes traérmelo. Me haría cargo de él y su educación gustoso.
Recuerda: camino a Brasov, Transilvania.


Espero que decidas con sabiduría,
Lestat Lioncurt.


Una lágrima recorrió el pálido rostro de Alucard cuando terminó de leer la carta. La única a quien Alucard había amado… estaba muerta, asesinada por un inmundo Black. ¡Un Black! Como si ya no odiara lo suficiente a esa maldita familia.
Era definitivo, se vengaría, bebería la sangre de ese desgraciado gota a gota. Le arrancaría la vida tal y como él se la había robado a Agnes. Pero no podía olvidar que la petición de Lestat era justa, y que el pequeño Blodwyn, de apenas siete años, no podía ser espectador de aquellos atroces actos.
Los pasos del niño sacaron a Alucard de tales pensamientos.
- ¿Qué sucede, padre? –preguntó inquietamente al verlo afligido.
- Sube a tu habitación –ordenó él, recomponiendo su semblante-, es hora de estudiar.
Unos minutos después, Alucard fue tras él. No sabía cómo explicarle que su madre había muerto, le ponía los pelos de punta. Al entrar a la habitación, se quedó un rato mirando al pequeño; escribía en un pergamino con gran esmero, a la escasa luz de unas velas, ya que las gruesas cortinas rojo sangre mantenían la luz de la luna nocturna afuera. Alucard cerró los ojos, e incapaz de soportarlo más, se escuchó decir: “Tu madre ha muerto”.
Blodwyn, que se había puesto de pie al entrar su padre a la habitación, sintió como todo el peso de su cuerpo caía de golpe a sus rodillas… La mujer que lo había cargado en su vientre durante nueve meses, que no lo había visto más que al alumbrarlo ahora yacía muerta en algún lugar del globo. Blodwyn no entendía por qué se sentía así, si nunca había sentido muchas cosas por aquella mujer, su padre era el que siempre estaba a su lado.
- Mañana mismo –anunció el padre con severidad, volviendo a serenarse un poco- viajamos a Transilvania.

Dieron las siete de la tarde y Blodwyn se levantó rápidamente. Con ayuda de su padre, guardó su ropa y algunas de sus pertenencias más preciadas en una maleta vieja, y siguió a su padre en una presurosa caminata, enfilada hacia el norte por St. John.
Caminaron largo rato amparados en las sombras de los edificios, hasta llegar a un terreno baldío. Alucard se volvió hacia su hijo:
- Cuando te lo indique, caminarás tres pasos, te tomarás de mi brazo y girarás conmigo sobre tu pie derecho.
El niño asintió.
Ambos giraron como Alucard había indicado, y, tras soportar una terrible y desesperante presión, se vieron en otro lugar: un camino de tierra que recorría una empinada montaña. El cielo nublado se cernía sobre ellos.
Avanzaron lentamente, topándose de vez en cuando con arbustos secos que les dificultaban el paso y conferían al paisaje un aire aún más desolado.
Pasado un largo tiempo, y cuando estaban ya fatigados por la caminata vieron un enorme castillo rodeado de árboles, coronando la cima de la montaña. Algo más animados, apretaron el paso hasta las labradas verjas del portón, que se abrieron solas para dejarlos pasar, y se cerraron tras ellos una vez estuvieron dentro.
Caminaron por el jardín frontal del castillo, con la vista fija en la pesada puerta, de madera oscura y gruesa. Lucía en el centro una hipnótica figura: se trataba de una aldaba de hierro con forma de cabeza de demonio, un demonio con expresión feroz y furiosa, cuernos sobre la cabeza y unos largos y sanguinarios colmillos sobresaliendo de sus labios, contraídos en una espantosa mueca.
Alucard usó la argolla para llamar, sin reparar demasiado en la figura que tenía absorto a su hijo, pero no obtuvieron respuesta audible. Entonces sonó un chasquido, y la puerta se abrió lentamente; de las sombras surgió una pálida y alta figura. Su piel era tan blanca como la de Alucard, y su pelo, albo y hasta los hombros estaba sutilmente peinado hacia atrás, afilando aun más sus angulosos rasgos.
- Esperaba su llegada –dijo el vampiro, abrazando a Alucard.
- Buenas noches, Lestat… Decidí traerte al niño apenas leí la carta, y no dudo en ir a pelear por Agnes –respondió él con un tono verdaderamente melancólico, algo impresionante para Blodwyn, ya que su padre, siempre con el rostro severo, parecía ser una persona fría y sin debilidades.
- No te preocupes. Has decidido bien muchacho –contestó Lestat, y luego se volvió hacia el chico-. Tú debes ser Blodwyn, ¿verdad? –el niño asintió-. Yo, querido mío… soy tu abuelo.

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